Ese querido pero vergonzoso enemigo llamado “enojo”

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Ese sentimiento que debe mantenerse santo, se vuelve infernal en lo oculto y aparenta estar de nuestro lado para endulzar el oído con palabras amargas de justicia vengativa. Que no por estar escondido en el corazón por mucho tiempo sale tímido o respetuoso cuando encuentra el momento, sino bullicioso e irreverente hacia los principios de Dios y sin misericordia de los ofensores, y no es sino hasta un momento después que ha acribillado a los que nos debían que nos cobra con la moneda de la culpa y la vergüenza; se marcha dejando el campo sangriento para que nosotros limpiemos.

Pero no le podemos reclamar, porque sabemos bien que actuó con nuestro pleno consentimiento; nos recuerda que durante mucho tiempo fuimos alimentando el fuego con carbones de malos pensamientos y atizándole con malos deseos para que sus acciones salieran al rojo vivo. El enojo hace la diferencia entre una lengua santa como de fuego y una lengua que incendia el bosque con su mundo de iniquidad, que consume desde el infierno a todo adversario, sea supuesto o verdadero.

El enojo despierta a ese corazón asesino que no necesita más motivos que las ofensas que recolecta, sean legítimas, sospechosas o simples hechos tergiversados; para todo guarda un arsenal, y aguarda a nuestras víctimas que ya ve desfilar como muertos que caminan porque ya las hemos exterminado en nuestro interior; no hemos contratado ningún principiante, pues tiene el oficio bien practicado; es un profesional, puesto que puede asesinar en segundos, sentado en el parque, mientras conduce o mientras camina hacia una banca de la iglesia.

Agregado a esto, justo cuando creemos que el enojo se ha llevado lo suficiente de nosotros, descubrimos que ha tomado algo peor para potenciar su mal, desde el primero al último de nosotros, todos le hemos entregado al enojo un aliado que comete los asesinatos con tanta frialdad que intimida, un compañero que se ha convertido casi en su gemelo: “Orgullo” para los simples, “Ego” para los sofisticados, pero traidor para ambos. Cruel y sanguinario cuando ataca como aliado del otro.

Cuando este se une al enojo hace que todo hombre sea un Amán que respira odio cada vez que ve a un Mardoqueo, nos convierte en un Jonás que predica deseando la muerte del que oye, en un Pedro que saca la espada para cortar orejas; o en un Saulo que respira amenazas contra todo el que se opone a lo que creemos.

El enojo, ese niño emberrinchado que expone lo que somos y que quiebra los cristales de nuestras relaciones y los vidrios de lo que creíamos eran convicciones bíblicas; sí, ese que se va con nosotros a dormir cuando se pone el sol, susurrándonos o gritando pecados para responder las ofensas de los demás; ya lo hemos disculpado muchas veces y nos hemos interpuesto lo suficiente para consentirlo a pesar de Dios y las personas. Hay que separarlo de su amiguito el orgullo, mientras lo ponemos contra la pared a meditar la palabra del Señor para que piense en lo que ha hecho y hay que advertirle que los cristales que rompió tal vez no se reparen jamás, pero de todos modos tiene que levantarlos del piso aunque sea probable que las manos nos sangren.

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Acerca del autor

Lester H. Delgado

Esposo, papá y pastor.
6 años de estudio formal en teología, 3 de estudio formal en escritura creativa y una vida tomando café... también formalmente.

por Lester H. Delgado

Lester H. Delgado

Esposo, papá y pastor.
6 años de estudio formal en teología, 3 de estudio formal en escritura creativa y una vida tomando café... también formalmente.

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